A la Luna la cortejaban pensadores, literatos y grandes poetas. Pero ella se fijó en un chico dulce y tímido. Un joven poeta de hermosas palabras y más hermosos sentimientos.
Una noche en la que la Luna lucía especialmente bella, el joven poeta le declaró su amor.
-Yo también te amo, joven poeta- contestó la Luna. Tus poesías son las más hermosas que he escuchado nunca. Y envolviéndolo en su luz plateada, lo besó.
-Acude a mí en el próximo ciclo lunar, seré tuya para siempre.
Ese día la Luna, coqueta como era, pidió a las estrellas que apagaran su brillo para así lucir ella más bella. Pero una nube intrigante, celosa del amor entre el joven poeta y la Luna, la cubrió completamente. De tal manera, que cuando el joven poeta llegó al lugar de la cita no vio a la Luna. Pensando que no había acudido y se había burlado de él y de su amor, se fue.
Se marchó para no volver.
La Luna, enferma de tristeza, al ver como su amado se iba, lloró y lloró.
Lágrimas de plata resbalaban por sus mejillas formando un charco de escarcha al contacto con la tierra. Un charco plateado del que brotó una flor, solo una. Blanca como la nieve, de corazón plateado como la Luna.
Todos los meses, por las mismas fechas, la Luna desaparece para que no la vean llorar.
Llora por el recuerdo de su amor perdido. Llora por el joven poeta que no volvió a dedicarle ninguno de sus poemas. Y de esas lágrimas surge una flor, sólo una, la lágrima lunar. Blanca como la nieve, efímera como el amor del joven poeta, de corazón plateado como la Luna.
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