La Luna reinaba feliz sobre los hombres. Con su luz plateada, los alumbraba y protegía creando una cúpula de semi penumbra donde vivían en armonía.
Pero un día llegó el Sol. El grandioso y orgulloso Sol. Su resplandor los cautivó y deslumbró; lo nombraron el astro rey. Lo adoraron y sirvieron olvidándose de la pálida Luna.
La Luna enfermó de tristeza a causa de la ingratitud de los hombres y empezó a menguar, hasta no ser más que una delgada línea.
Pero un muchacho, casi un crío, se acercó a la Luna y le suplicó que no siguiera menguando porque desaparecería del todo.
-¿Y qué importa éso?- le dijo la Luna. Ahora teneis al Sol.
-Sí, pero yo te prefiero a tí. El Sol me deslumbra y me quema la piel. No me deja ver en mi interior. Tu luz en cambio es suave, me reconforta.
La Luna, feliz al oir estas palabras, empezó a crecer hasta volver a estar redonda, llena, hermosa.
Pero, sensible como era, también tenía momentos de melancolía en los cuales volvía a menguar. Y allí estaba el muchacho ofreciéndole su cariño y amistad, ayudándola a crecer.
Después de ese muchacho, vinieron otros y después otros, que siempre acudían cuando veían que la Luna empezaba a menguar.
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