Yo estaba presente cuando a nuestro condiscípulo Manuel, le ocurrió aquella situación insólita.
Esa mañana, como lo hacíamos puntualmente de lunes a viernes, salimos al patio de nuestro colegio para disfrutar del recreo de las diez y quince. El tumulto de la muchachada era insoportable: mientras algunos corrían sin descansar, otros se aglomeraban frente al largo mostrador de la cafetería, solicitando a todo pulmón los refrescos, pastelitos y demás bocadillos que expendían.
Mi amigo Manuel, por una razón que aún desconozco, discutía con José Luis , otro de mis compañeros de clases. Atraidos por la discusión, en pocos instantes fueron rodeados de muchos curiosos, entre los que me encontraba yo, naturalmente.
Cada minuto que transcurría se elevaba el tono de la disputa, de tal forma que todos estábamos convencidos de que pronto se pasaría de las palabras a los hechos...o a los puños, mejor dicho.
Manuel, rojo de rabia, se disponía a responder a los epítetos que le profirió su rival, cuando sucedió algo que nos dejó estupefactos a todos: de su boca salió disparada una hermosa paloma que se alejó batiendo sus alas a gran velocidad.
Todo transcurrió tan rápido que nos quedamos con la duda de que si vimos o imaginamos el extraño suceso. El primer sorprendido fue el propio Manuel, pese a que sabía que se trataba de un hecho rigurosamente real, pues sentía en la boca y en la garganta los estragos de la salida intempestiva del pájaro.
-¿Qué fue lo que hiciste?-inquirió Luis, nervioso.
Manuel no contestó. Era evidente que estaba tan impresionado como los demás.
El timbre que indicaba el final del asueto lo libró de esa situación, y presurosos retornamos al aula.
La noticia se regó como pólvora en todo el recinto y en los días siguientes no se habló de otra cosa. Los profesores que s enteraron del asunto atribuyeron la historia a la fértil imaginación de los muchachos, o a una coincidencia: la paloma cruzó cerca en aquel preciso momento y ellos pensaron que había salido dela boca del inquieto Manuel, el de la paloma. Así lo nombrábamos todos cuando nos referíamos a él.
Con el paso del tiempo el incidente fue olvidado; creo que hasta por el propio Manuel, quien al principio despertaba sobresaltado, varias veces cada noche, sintiendo el sabor de plumas cenizosas en su paladar. Así me lo confesó.
En una ocasión, mientras participábamos en una gira campestre organizada por los alumnos de tercero de bachillerato, el hecho se repitió a la vista de un mayor número de personas, cuando alumnos y profesores almorzábamos bajo la fronda de unos tamarindos.
Los que escucharon la historia de Manuel en la primera oportunidad y no la creyeron, esta vez tuvieron que aceptarla como buena y válida. Luego de una persistente tos, observaron como otra paloma salió al aire y voló hasta posarse en un árbol cercano. Fue la comidilla del día y el comentario llegó nuevamente hasta oidos de los padres de Manuel, quienes habían hecho caso omiso a lo que le narraron la primera vez.
Me enteré que entonces, éstos decidieron tomar cartas en el asunto para averiguar el origen de tan extraño fenómeno y buscar una solución definitiva, para tranquilidad de todos. Acudieron a médicos generales, a psicólogos, y finalmente a brujos, sin que nadie ofreciera una explicación lógica ni una manera de impedir la repetición del lance.
Soy testigo de que en el tiempo que faltaba para concluir las clases, cada vez con mayor frecuencia, otras aves salieron d ela boca de mi amigo, quien terminó acostumbrándose a la situación porque "si esta vaina no tiene remedio, no voy a pasarme el resto de la vida amargado", según me aseguró.
Después de terminar el año escolar lo dejé de ver. Mi padre, que es diplomático, fue nombrado en Brasil y partimos a ese país maravilloso. Allí concluí mi educación secundaria y realicé mis estudios universitarios.
Pero como el buen hijo a su casa vuelve, recién cumplidos los veinticinco años retornamos al país, al concluir mi padre su labor.
Debo confesar que durante mi ausencia recordé la situación de Manuel docenas de veces. Por eso al regresar, busqué su nombre en la guía telefónica con la ilusión de departir con él y de saber el desenlace del caso "de las palomas".
Tuve suerte: encontré, sin mayores obstáculos, el teléfono y la dirección de su residencia y tan pronto pude me dirigí a ella con grandes deseos de reencontrarme con mi condiscípulo de antaño para enterarme qué había pasado con su peculiar situación.
No fue difícil localizar su casa, un clásico "chalet" de los que abundadn en el tradicional sector capitalino de Gascue. Desde la acera toqué el timbre y fui recibido por su esposa, a quien me identifiqué como un antiguo compañero de Manuel que acababa de retornar al país después de años de ausencia.
Ella me condujo, con amabilidad, a la terraza posterior de la residencia y me solicitó unos minutos: él estaba en el baño y me atendería tan pronto saliera.
Mientras esperaba creí encontrar respuesta a mis interrogantes: en un robusto laurel que presidía el patio, circundado por una enorme valla metálica, se producía el bullicio indescriptible de cientos de palomas de diferentes tamaños y colores que sobrevolaban, alegres, en la enorme jaula.
Poco tiempo tardó Manuel en salir. Me saludó con un fuerte abrazo, feliz como yo con el reencuentro.
Luego de conversar de varios temas sin indagar sobre lo que realmente necesitaba saber, me armé de valor para hacerle la pregunta:
-¿Y de las palomas, qué? Porque veo que definitivamente son tus mascotas favoritas- le comenté mirando al árbol.
Su respuesta no tardó en llegar. Me confesó que durante todos estos años había atrapado cada ave que expulsaba, y las colocaba en la pajarera. Allí les brindaba alimento, protección y cariño.
"Al fin y al cabo son mis hijas"- me confesó con una sonrisa de satisfacción.
Poco tiempo después me despedí, satisfecho con el feliz desenlace de la historia de Manuel y orgulloso de mi amigo por su responsable actitud paternal.
Cuando me despedí ya las sombras de la noche se precipitaban sobre los tejados de la vecindad.
Alberto Vasquez
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