Estoy en el país del barro.
Personas viscosas de color marrón me persiguen, están muy enfadados porque como no me gustaba la casa que me ofrecieron, la moldee a mi gusto y transformé una vulgar choza en un maravilloso velero.
Cuando lo vieron empezaron a gritar.
Algunas mujeres incluso se desmayaron, decían algo de que venía el fin del mundo en forma de diluvio universal.
Tengo mucho miedo, si me cogen me torturarán rompiendo lápices en mi cabeza. Y eso duele muchísimo.
Corro sin mirar por donde voy y caigo en el interior de un bote de cristal. No puedo salir y si me descubren, pobre de mí.
Los hombres de barro se acercan con los lápices en la mano.
Estoy tan asustada que me pongo a cantar, pero lo hago tan mal, que empiezan a llover miles y miles de caramelos.
Los hombres de barro huyen asustados, odian los caramelos tanto como el agua.
Me pongo a comer y a comer.
Engordo tanto, que el tarro de cristal se rompe.
Me subo a un caramelo de violeta y me alejo volando de allí.
Aterrizo en el país de las magdalenas donde me reciben con honores.
Necesitaban el caramelo de violeta para poder fabricar la harina que hace engordar a las magdalenitas.
—Eres nuestra salvadora —me dice la reina Magdalena—. Ahora plantaremos el caramelo y tendremos un jardín de violetas. Nuestras magdalenitas ya no pasarán hambre.
—Quiero quedarme a vivir aquí— le contesto— me gustan mucho las magdalenas con sabor a caramelo. Yo cuidaré de las violetas.
Y así, en una dulce plantación, transcurre mi vida soñada. Algún día despertaré, o quizá no. ¿Quién me lo puede decir?
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