Inés era una niña muy rebelde a la que no le gustaba nada, pero nada, llevar zapatos.
-¡No quiero zapatos! -le decía a su mamá -son feos. Yo quiero ir siempre descalza.
Y se los quitaba y los dejaba abandonados en un rincón.
Un día, hartos ya de los desplantes de Inés y cansados de estar siempre abandonados en un rincón, los zapatos decidieron marcharse.
-Si Inés no nos quiere, buscaremos otro niño que sí lo haga -dijeron.
Y se fueron a recorrer el mundo.
Inés estaba feliz, porque por fin se había librado de esos feos y aburridos zapatos.
Como no estaban, su mamá no podía obligarla a ponérselos y podría lucir siempre sus hermosos piececitos.
Pero lo que ella no sabía, es que caminar descalza por casa está muy bien porque el suelo siempre está limpio y suave. En el parque es otra cosa.
Los piececitos de Inés se ensuciaban y se llenaban de pequeñas heridas a causa de las piedrecitas.
-Quiero mis zapatos -lloraba Inés-. ¿Dónde estarán? Los necesito.
Se había dado cuenta de que los zapatos protegían sus pies de la tierra y las piedrecitas. Y los mantenían limpios y sin heridas.
Mientras tanto, los zapatos de Inés recorrían los cinco continentes, buscando un niño que los quisiera. Pero todos les decían lo mismo: "perteneceis a Inés. No os podeis quedar conmigo".
Y muy tristes volvieron a su antigua casa, ya resignados a permanecer siempre en un rincón.
Al abrir la puerta, se llevaron una gran sorpresa, Inés los abrazó y los besó.
-Mis queridos zapatos, cuanto deseaba que volvierais- dijo. No volveré a dejaros abandonados en un rincón.
Inés, nunca más se separó de sus zapatos. Bueno, se los quitaba para ir a dormir, pero los dejaba debajo de su cama. Bien cerquita. No quería que se marcharan otra vez.
Fin
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